viernes, noviembre 03, 2006

El Itzcuintli


La penumbra era tan absoluta y densa que parecía ser la responsable de amortiguar el sonido de los pasos de Montaño, que sigilosamente se acercaba a la esquina de la solitaria calle con el mellado machete en la diestra y el sarape desgarrado envolviendo aún su brazo izquierdo, la espalda tiesa contra la pared.

Paró orejas. No había rastro ni señal alguna que le indicara la presencia cercana de persona o animal, aunque el restallar de las balas seguía resonando en sus oídos y el chocar de los afilados machetes parecía seguir rebotando contra las paredes a lo largo de toda la calle.
Miró al cielo. Pronto las nubes abrirían un hueco por el que la luna llena asomaría su sonrisa plateada. Eso lo dejaría al descubierto. Alargó la vista y se encontró con la puerta abierta de un edificio, al otro lado de la calle. Hasta allá había llegado el resplandor del intenso rayo lunar que comenzó a recorrer la larga calle en su dirección, iluminándolo todo. Dio algunas zancadas y entró para ocultarse tras la puerta, con los oídos atentos a dentro y fuera de la vivienda. Luego de un par de minutos de tenso silencio escuchó un silbido lejano que le resultó sumamente familiar. Venía de la calle.
El silbido se repitió tras un breve instante, un poco más cercano. Montaño apretó los dientes en irónica sonrisa:

-Que los federales me agarren y me cuelguen del asta mayor si ese no es mi compadre Remigio.
Asomó la cara y silbó tres veces. La luna se encontraba de nuevo tras las nubes, y la oscuridad era total. Esperó. Nuevamente el silbido anónimo cruzó como un cuchillo el silencio ensordecedor de la calle, como si el emisor estuviera cada vez más cerca. Montaño volvió a silbar mientras apretaba el puño del machete, y ya se preparaba para embestir a un posible enemigo cuando escuchó la voz familiar, ahogada, de Remigio, que avanzaba diciendo ¿Montaño, Montaño, eres tú?

-Que me lleve la fregada, Remigio, pensé que no la habías librado-dijo el aludido jalándolo hacia dentro del edificio. Dónde están los demás, preguntó con la voz enronquecida.

-No los volví a ver luego de la emboscada- contestó el compadre Remigio recargando su carabina en la pared. He andado a salto de mata buscándolo, hasta que por fin lo hallé.

-Tenemos que encontrar a los que queden, reagruparnos y salir de la ciudad para reorganizarnos, los federales no tardan en caer... Montaño no terminó la frase, un ruido a sus espaldas lo interrumpió. Ya comenzaba a levantar el machete cuando Remigio lo detuvo:

-Espérese, compadre, creo que es un animal, tal vez un perro.

En efecto, al final del oscuro corredor un pequeño can los miraba con fijeza, sentado sobre sus cuartos traseros, amigablemente. Los dos hombres callaron, esperando la posibilidad de que de un momento a otro los dueños del animal aparecieran. Tras un par de minutos concluyeron que el pequeñajo no llevaba compañía. Quizá la estaba buscando, cómo saberlo. Eran días aciagos, días de guerra civil, noches de duelo y madrugadas de luto.

El perro estaba quieto. Les observaba en silencio, fijamente. Al fin, se levantó haciendo ademán de retirarse, pero se detuvo y se volvió nuevamente hacia los dos hombres, como si esperara que éstos lo siguieran...


Como movido por una fuerza invisible Montaño se levantó y comenzó a caminar, colgando el machete en su cintura, decidido.
Sorprendido, su compadre Remigio lo miró. Qué hace, compadre- dijo en voz muy baja.
Por toda respuesta Montaño se limitó a mover la cabeza, indicándole seguir hacia el fondo del pasillo.
Tenemos que salir de aquí. Sígueme, Remigio. Tengo la impresión de que por acá es la salida.
Su tono no admitía discusión.
Se conocían desde niños, y si había una persona en la que el bravo Remigio confiara, ese era Montaño. Con mucho cuidado recorrieron el oscuro pasillo, con todos los sentidos en extrema alerta. Al fondo, el minúsculo can les esperaba, impaciente. Al cabo, cuando los vio acercarse, reinició la marcha y desapareció dando la vuelta a la esquina por donde se adivinaba un destello de luz. Era un pequeño pasillo iluminado por velas que marcaban con toda claridad un camino hacia el interior de una casa. Los dos hombres se detuvieron, temerosos. El pequeño animal se detuvo un segundo en la puerta, volvió a mirarles y entró sin detenerse, como si estuviera seguro de que ellos le seguirían.

Montaño miró a su compadre y le dijo:
-Remigio, tú y yo hemos sido como hermanos, hemos estado juntos en las buenas y en las malas... ¿estás conmigo?

Remigio le miró. Entre ellos había un pacto de lealtad, una serie de añejos lazos de amistad y compañerismo, pero también lazos de sangre que les unían desde que María, la hermana de Montaño, había aceptado ser la mujer de Remigio.

-Estamos juntos, compadre- dijo al fin, dispuesto a seguir adelante, acompañando a su mejor amigo como siempre lo había hecho.



La pequeña habitación estaba desierta, iluminada por los cirios de pálida blancura que yacían sobre un altar. Olfatearon un poco y se miraron. Cempasúchil, dijeron casi al unísono. En efecto, las aromáticas flores se encontraban por toda la habitación, rodeadas de papeles de colores. Había una cruz trazada sobre el suelo con ceniza. Se santiguaron.

-Pos a qué estamos hoy- preguntó Montaño.

-¿Qué dices si nos echamos un trago?- dijo Remigio por toda respuesta, tomando una botella de tequila de la mesa.

Montaño lo miró, desaprobando. Pero no podía culpar a su compadre, él también tenía hambre. No podía ni recordar cuánto tiempo llevaba caminando, escondiéndose, enredado en una guerra de la que ya no sabía ni qué esperar, siempre manteniendo la esperanza de refuerzos que nunca llegaban, de despertares que no ocurrían, de cambios que no se producían. Sus puños se abrieron lentamente, sus brazos abandonaron la tensión, y por primera vez en mucho tiempo se permitió sonreír un poco para tomar el vaso que su compadre le extendía. Brindó con él.

-Por la Revolución- dijo Remigio.

Montaño suspiró hondo. La mesa está puesta, dijo Remigio con una enorme sonrisa de satisfacción. ¡Mire, compadre: mole y tortillas!

Montaño sonrió por segunda vez. La tenue luz de las velas parecía llenarle de tranquilidad. Comenzó a embargarle como un aroma lejano el recuerdo de otros días. Miró a Remigio, sus huaraches gastados, sus vestidos ajados. Su pelo, antes negro como la noche, lucía gris del polvo y la pólvora de los caminos, recorridos entre encuentros y desencuentros. Su propio aspecto delataba las miserias de la guerra. Cuánto tiempo llevamos metidos en ésta revolución, pensó. Y para qué. Para qué. Quién se va a acordar de nosotros. Quién seguirá con nuestra lucha.

Ora, compadre, coma, que no le pienso dejar nada- dijo Remigio, interrumpiendo la intensa reflexión de su camarada, su compañero de tropa, su gran amigo. Montaño ya no se hizo del rogar. Mole, arroz, frijoles, manjares exquisitos para quien sabe lo que es el hambre. Tequila, para rematar.

El pequeño can sin pelo que los había guiado hasta la mesa había estado echado en un rincón de la habitación mientras ellos comían, observándolos en silencio. Remigio alargó un brazo y lo tomó. Acarició su lomo terso, sus suaves orejas.

-Oiga compadre, ¿qué no es un itzcuintli este amiguito?

Montaño sonrió por tercera vez al mirar al pequeño y noble animal. Así es, compadre- dijo. Estos perritos son los que conducen a las almas perdidas entre el mundo terreno y el más allá. Eso dice la leyenda.

Con un ágil salto, el itzcuintli se separó de Remigio y se dirigió a la puerta. Allí, se detuvo y volvió a mirarles como lo hiciera antes en el pasillo.

-Compadre, creo que es momento de dejarlo ya, no tenemos nada más que hacer por ésta Revolución. Nuestra tarea ha terminado- dijo Remigio con toda tranquilidad.
Montaño sonrió, asintiendo. Me quitó las palabras de la boca, pensó. Ahora todo quedaba muy claro.
Los dos hombres se miraron y emprendieron la marcha.

En el altar, entre flores de cempasúchil, calaveras de azúcar y cirios luminosos, una larga sonrisa apareció en el rostro de los dos enigmáticos hombres ataviados con ropas antiguas, armados con gastadas carabinas. Y una mueca satisfecha y renovada se posó en los rostros antes adustos en el estático espacio-tiempo de una añeja foto gastada, colocada en el altar de una ofrenda para honrar a los muertos.



4 comentarios:

Gaby del Río dijo...

Es el momento indicado.

Saludos!
:)

Taito dijo...

Ay, Gabillo, muy bueno, aunque un poco sobrecogedor tomando en cuenta las circunstancias actuales del país y lo que parece que se avecina. No vaya siendo una predicción. Ya sabes que estaré puntual a la cita para leer la continuación. Que no se tarde mucho ¿eh?

caminante errante dijo...

muy buen relato, me agrado, tiene tantos detalles que me gustan leer de los relatos de nuestro pais...
excelente.

Grimalkin el Bardo dijo...

Juan Luis, gracias por el comentario. En efecto, traté de impregnar éste texto en la mística de nuestra fiesta de muertos. De ahí, la utilización del Itzcuintli. Gracias por tu comentario.

Taydé, en efecto, esperemos que el ambiente del cuento, de guerra civil, no sea algo que ocurra. Esperémoslo todos.

Chocoadicta, siempre me alegra tener tu visita. Te mando un saludo.

Gaby, te mando un beso.