sábado, septiembre 26, 2009

Tecolote de Quetzal


La noche cayó sobre Nonohualco, la larga noche final antes de la debacle de la Gran Tenochtitlán. En Tlatelolco se vertieron las últimas gotas de resistencia del pueblo mexica contra el ataque incontenible del invasor, y vieron por última vez a su dios, los aztecas. Allí se despidieron de Huitzilopochtli, antes de sufrir la imposición de un nuevo dios por parte de los invasores. En esa noche larga vencedores y vencidos vieron por última vez a la deidad más importante del otrora poderoso Imperio, el de los Primeros Mexicanos.

"En los caminos yacen dardos rotos...
los cabellos están esparcidos...
destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros..."

Son días aciagos, oscuros, terribles. Pero aún queda mucho coraje entre los tenochcas, que van capturando enemigos y acabando con ellos, no están dispuestos a rendirse sin presentar batalla. En Coyonacazco persiguieron al invasor, lo acosaron, y lo hicieron huir. Venían gritando, para infundir miedo en sus enemigos. Del otro lado les contestaron de igual modo, pero nadie se arredró, nadie se echó para atrás, entre los defensores de éstas tierras. Muy cara vendieron la vida, cuando cayó la Gran Tenochtitlán.

"Gusanos pululan por calles y plazas
y en las paredes están salpicados los sesos...
rojas están las aguas, como teñidas...
y cuando las bebimos
fue como si bebiéramos agua de salitre..."

El hambre azota al mexica aguerrido y sus fuerzas se agotan. Cada vez más agobiado, va, como atravesando con pasos vacilantes el difícil tramo de una historia llena de días oscuros. Su última ciudad está rodeada, cercada por el enemigo, y los alimentos han comenzado a escasear. Barro, grama salitrosa, cuero curtido de venado asado, tostado al fuego, y entonces puesto a masticar y masticar. Pero eso no calma el hambre de éste pueblo. Media hoja de mazorca, un lirio acuático y un manojo de pasto, y todo eso termina, también, por agotarse. La angustia crece a cada segundo entre la gente. Dónde estás, Huitzilopochtli, oh lhuicatl Xoxouhqui, dónde estás.


El cerco se cierra cada vez más. Amparados por la oscuridad de la noche penetran cuatro de a caballo al mercado de Tlatelolco repartiendo estocadas, y aniquilan a muchos de sus guerreros. La debilidad moral y física del pueblo defensor se vuelve cada vez más en su contra. Los españoles llegan hasta el Templo Sagrado y le prenden fuego, el abatimiento cae sobre la población y se desata el llanto. Y cunde, ahora sí, la desesperación, entre niños y viejos, mujeres y hombres, todos huyen. Por las calles marcha ya el invasor.

"Golpeábamos en tanto los muros de adobe
y era nuestra herencia una red de agujeros...
Con los escudos fue su resguardo
pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad...

"Llorad, amigos míos.
Tened entendido que con éstos hechos
hemos perdido la nación mexicatl.

El agua se ha acedado, se acedó la comida.
Esto es lo que ha hecho
el Dador de la Vida en Tlatelolco..."

¿Dónde estás, poderoso hijo de Coatlicue, dónde estás?

A pesar de lo sombrío de la situación no se acaba el coraje entre los sitiados, y a cada paso dado por sus enemigos desatan ellos a su vez un nuevo enfrentamiento. Ya vuelan de un lado piedras y dardos, que son respondidos desde el otro con tiros de arcabuz y de ballesta y con disparos de cañón. No hay manera de hacer frente a tal amenaza. Las bajas se siguen sumando en ambos bandos, pero cada vez pesa más la aplastante ventaja de los conquistadores. Mucho se repitió cuando llegaron: ellos no eran dioses sino bárbaros, salvajes venidos de tierras lejanas y desconocidas, popolocas. Y también era posible matarlos, sus cabezas de doradas cabelleras también entraban en las picas de los guerreros aztecas, pero algunas decisiones se tomaron muy tarde, y nadie atendió las voces de alarma.
Mexicanos ahora es cuando, gritan éstos cada vez que se lanzan al frente en la lucha de su última resistencia, zigzagueando para evitar las balas, levantando sus escudos y disparando dardos con mortífera puntería, y decapitando a sus enemigos con sus mazos cubiertos de obsidianas.

Pero el cerco se cerraba cada vez más. Inexorable, la noche cayó sobre Nonohualco, la larga noche final antes de la caída y destrucción de la Gran Tenochtitlán. Ahí, esa última noche, fue cuando se presentó en el campo de batalla por última vez el hijo de Coatlicue, la Madre Tierra.

En medio del fragor de la batalla, el último rey soberano de los antiguos mexicanos decidió usar su última arma, la que detendría de manera definitiva la invasión. Tras de reunirse con sus últimos leales, Cuauhtémoc hizo traer ante sí a un valeroso capitán, llamado Opochtzin, y le dijo, te vestirás con las insignias y ropajes del Mago Guerrero, el atavío del Tecolote de Quetzal, insignias que pertenecieron al rey Ahuizotzin, mi padre, vencedor del reino de los Tepanecas, y fundador del Imperio Azteca en el que rigió Tlacaelel, el Conquistador del Universo. Ve al frente, y que con ellas infundas el terror en nuestros enemigos: ¡Que la serpiente de fuego caiga sobre ellos y los destruya!

Con paso firme Opochtzin se internó en el fragor de la batalla, seguido tan solo por cuatro capitanes, al marcial compás de los tambores. meciéndose al viento las plumas de quetzal de su manto. En el puño derecho un cetro, y en la punta de éste un pedernal, con todo el poder y la Fuerza de Huitzilopochtli. Como protegido por el manto de los Grandes Tlatoanis, el valeroso capitán atravesó la escena entre flechas y disparos sin ser tocado ni una vez, y se plantó al frente sin que nada se lo impidiera.

Por un momento todo se detuvo, y en ambos bandos se hizo el silencio, ahí estaba al fin el hijo de Coatlicue, el Colibrí del Sur, Huitzilopochtli.


Una corriente eléctrica recorrió el aire. Ante la visión de la deidad los españoles retrocedían, no se atrevían siquiera a levantar sus arcabuces, estaban como hipnotizados. Caía una brisa leve, y ahí, de pie en medio del campo de batalla, el Tecolote de Quetzal miraba fijo al frente, avanzando un paso cada vez que de manera entorpecida por la sorpresa sus enemigos intentaban atacarle. Y así, poco a poco se fue abriendo el cerco que momentos antes amenazaba con asfixiar el último refugio de los mexicas y los tlatelolcas.

La luna se asomó un momento, iluminando a Opochtzin, quien elevó el cetro al cielo, y éste se iluminó con una llama que tomó la forma de un remolino de fuego crepitante, chisporroteante, un tubo flamígero que descendió veloz sobre los tejados de las casas y las copas de los árboles. Al verlo, los españoles huyeron en desbandada, pegando gritos y tropezándose unos con otros. La serpiente de fuego voló un momento sobre sus cabezas describiendo elipses y con un último impulso se lanzó lejos, yendo a parar hasta el lago, en donde se sumergió en medio de un enorme estrépito. Se hizo una enorme nube de vapor que por el resto de la noche fue a posarse como un manto cálido sobre la ciudad sitiada y sus últimos habitantes. Y eso fue todo.

Luego del extraordinario fenómeno se hizo el silencio. Ya nadie habló, ya nadie se movió. Se cuenta que por esa noche cesaron los disparos y se detuvo el ataque fulminante de los españoles contra los últimos mexicas, a quienes una vez vencidos despojaron de sus tierras y sometieron a toda clase de humillaciones, hasta su casi total aniquilamiento, la total destrucción de su cultura, y la imposición de todo un nuevo sistema de creencias.

Esa última noche, en medio de la tibia humedad de la tregua, Huitzilopochtli abandonó a su suerte a la Gran Tenochtitlán, su culto se extinguió y éstos hechos, al igual que la deidad, fueron olvidados al paso de los años.

....

Cuento basado en relatos contenidos en el libro Visión de los Vencidos, Relaciones Indígenas de la Conquista, de Miguel León Portilla.

Según la información proporcionada por éste reconocido historiador, en efecto, durante el asedio de los españoles a la Gran Tenochtitlán ocurrieron los hechos que involucran al Tecolote de Quetzal y la llamarada de fuego, que se interpretó como el último presagio funesto de la caída de los aztecas.


1 comentario:

Gaby del Río dijo...

Es buenísimo, mi vida....en verdad, valió la pena...

;)